sábado, 26 de marzo de 2011

Gajes del garage.

A veces, uno toma decisiones basadas en factores que, a vista de alguien mortal, serían pendejadas. Por ejemplo, conozco alguien que se metió a un Cecytem que queda cerca de nuestros ranchos sólo porque quería llegar temprano a su casa a jugar Final Fantasy o cualquier otro sedante mental que haya estado de moda durante su juventud.

Otro ejemplo soy yo, que me dejé llevar por la clásica del mexicano "el que no tranza, no avanza". El caso acá, es que el ser humano toma decisiones erróneas constantemente (por eso lo del Cecytem), y le encanta retar al destino (por eso lo de la tranza) y lo peor es que todas éstas tomas de decisión están plagadas de coincidencias, que pareciera que cuando dios (sí, con minúscula) se aburre despeja sus ideas jugándonos bromas crueles.

El día empezó de la chingada, y, a pesar de que tuve una señal de que no saliera de mi casa y me quedara a hacer otras cosas, seguí mi rutina. Como buen ser humano que soy, tiendo a ser obstinado. La desgracia que me ocurrió fue que en la mañana me di cuenta de que tenía que regresar un par de libros atrasados a la biblioteca, “vale verga, ahora ya perdí ocho putos pesos en MI pendejada”.

Así que después de estar en clase e ir a resolver mi estúpido problema, me encontré a mi amigo Pedro, alguien a quien no veía desde que entré en este semestre y que vive por mi casa, como par de buenos compañeros, nos pusimos de Marías. El sujeto en cuestión me exhortó a irme a mi clase, como su día escolar ya había acabado, decidió acompañarme a mi salón.

Aquí es donde se presenta la siguiente señal: No había clase. Para esos momentos, dios (sí, otra vez con minúscula) ya debería estar comiendo palomitas y soltando pequeñas risitas y diciendo entre dientes “ya se los cargó la chingada”.

Dentro del pensamiento humano, es bien pinche normal hilar hechos que han pasado uno tras otro y decidir que han sido buenas señales y que uno está teniendo un buen día. Por ejemplo, yo; a pesar de que tuve que pagar ocho putos pesos que pude haber gastado en dos ricos tabacos y un chicle, tuve que donarlos a la biblioteca, pero gracias a eso, tuve que ir a pagar al edificio principal de la Facultad de Ingeniería (está del culo tener dos edificios para una sola facultad) y ahí encontrarme a un buen amigo, según yo, tener que haber caminado hacía el mencionado edificio fue una señal de que algo bueno estaba por pasar… sí claro.

En segundo lugar, mi amigo Pedro me acompañó a una clase, la cual pude haber tenido libre e irme más temprano, pero en lugar de eso, decidí pasar mi tiempo libre con un amigo a quién no había visto hace bastante tiempo.
Casi al mismo tiempo, Pedro y yo sugerimos que sería relajante ir a las Islas (enorme jardinera en Ciudad Universitaria) a hechar la chorcha y de paso, el trago.

La charla estuvo llena de nimiedades, todas aderezadas con cerveza. Hasta ese momento estuvo todo muy tranquilo, hasta que llegó una patrullita castrosa y tuvimos que movernos de dónde estábamos a un lugar sin vigilancia para poder seguir ingiriendo alcohol sin dañar a nadie.

Y aquí es donde entra otra señal del destino, que Pedro y yo tomamos como una buena señal. En donde nos sentamos, estaba un cigarrito… pero no cualquier cigarrito, no señor, era un gallardo, un toque, una probadita de cielo… era un churro de mota. Al principio no supimos qué hacer.

Por mis antecedentes pachecos, les puedo decir que fumarnos esa cosa, para mí; era muuuy mala idea por tres razones, la primera es la más obvia, no sabíamos qué otro ingrediente además de la marihuana podía contener el porro, y por otro lado, debido a mis antecedentes, las dosis de TCH (ingrediente activo de la maría) son tan buenas para mi cerebro como Televisa lo es para los cerebros de los jóvenes. La última razón es que ya estábamos medio pedos y pues aparte ponernos pachecos era retar al destino demasiado (leáse, meterse al metro pachi-pedo).

A Pedro y a mí nos ganó lo mujer y no nos fumamos el porro, debido a que bien podía contener cianuro, pero por alguna extraña razón (tal vez fue la costumbre) deposité el cigarrito cotorro en mi cartera y seguimos en nuestra peda privada.

Ya avanzada la tarde se nos unió Sergio, un sujeto que estudia Pendejada, perdón, digo, Literatura-de-no-sé-qué-mierda en Filosofía y Letras, aportó todavía más cerveza y se unió a nuestra plática de todo y de nada a la vez. Una particularidad de la chela, es que te dan ganas de fumar tabaco, y como buen amigo que soy, me tocó dispararlos, así que llamamos al cigarrero más cercano, le pedimos tres Camel, saqué mi cartera para pagar, y el porro emergió, así como el Anillo Único del Señor de los Anillos, “esperando ser descubierto”.

Sergio vio el porro; y como una llena que huele carne fresca, se le abalanzó. Apenas escuchaba nuestra historia de cómo encontramos el churro, mientras intentábamos explicarle que esa madre podía contener cianuro, lo olió, y lo prendió. La verdad yo sí temí por el bienestar de Sergio, pero me quedé a la expectativa de su reacción ante la primera fumada, apenas se lo sacó de la boca (el porro), levantó el pulgar en señal de que todo estaba bien.

La verdad lo dudé, pero ya estaba entre banda, hace mucho que no veía a Pedro; a Sergio tenía un poco menos de extrañarlo, pero es siempre bienvenido al cotorreo. Tomando en cuenta que hacía mucho rato que no veía a ese par de cabrones, tomé todo como una buena señal y le di un par de fumadas al cigarrito cotorro… por cierto, sí estaba bueno… muuuuuy pinche bueno.

Según Sergio, tenía clase pero ya le dio hueva tomarla (es de Filosofía, qué se podía esperar de él), y se fue con nosotros. Y ahí íbamos los tres, apenas pudiendo con nuestras almas pachecas, pero riéndonos y fumando tabaco. Llegamos al metro Universidad como pudimos. Acomodamos nuestros traseros en el siguiente orden: Pedro iba en el reservado para viejitos, yo pegado a la ventana y Sergio en el pasillo.

Cuando ando pacheco, me gusta escuchar música, así que ni tardo ni perezoso, me puse mis audífonos y disfruté de los Babyshambles. Sergio y Pedro iban platicando de no-sé-qué. Cuando sonaba Sticks & Stones, a la altura de la estación Zapata, Sergio extendió su mano en señal de despedida, así que la estreché, me dijo algo que no recuerdo que era y se bajó.

Como vi a Pedro muy solo, me quité mis audífonos y nos pusimos a discutir sobre cómo estuvo bien perra la yesca y cómo la Ingeniería era muy pesada según nosotros. Para los que están familiarizados con la línea 3 del metro (la verde), sabrán que de Zapata a División del Norte hay una estación.



Para cuando estábamos en Eugenia, sucedió algo que yo no debí haber vivido, pasó una cosa verdaderamente culera y pasada de verga.

Tres tipos de altura promedio, armados y con la cara tapada, abordaron el vagón en el que venía con mi amigo; yo que soy de un barrio culero, he escuchado muchas (más de las que me gustaría recordar) la frase “ya valió verga, ¡esto es un asalto!”.

Pedro y yo veníamos hasta enfrente del vagón, para mí que venía pacheco todo pasó muy lento, mierda, hubiera preferido que todo pasara más rápido y borrar el terrible recuerdo de lo que sucedió.

Debido al estado en el que venía, no distinguí muy bien las palabras de los asaltantes; aunque recuerdo que los tres gritaban, Pedro y yo nos mirábamos de reojo e igualmente de reojo mirábamos a un asaltante que tenía la cara tapada con una sudadera, que, a juzgar por el estilo y el tamaño de dicho sueter, había sido producto de un asalto anterior.

No sé porqué haya sido, pero pasados muchos momentos, pude notar que los maleantes expedían un olor muy característico: tiner. Creo que fue sugestión, pero el haberme dado cuenta de que los asaltantes venían monosos, hizo me que diera más miedo aún. Pedro me volteó a ver con cara de asustado, y me dijo en voz más o menos alta: “Wey, vienen mono…” Lo interrumpí con mi rodilla; si bien venía en mal estado, no venía en uno tan malo como para dejar que mi amigo atrajera la atención de esos cabrones.

No supe bien porqué, pero el tipo que traía la sudadera cubriendo su rostro, hizo el acto que más asco me ha dado. No sé cómo se llama el sujeto y no reconocería su rostro, pero me gustaría que sufriera mucho, pero mucho mucho. El culero encañonó en la frente a una niña de unos ocho o nueve años de vestimenta elegante, que venía sentada al lado de una señora igualmente bien vestida, acto seguido le tapó la boca a la morra para que no se escucharan sus comprensibles berridos.

Al principio de esa acción pensé con horror “no mames, la va secuestrar”, Pedro me veía horrorizado, y vi como una lágrima se le quería salir, pero le dije con un gesto que se callara porque parecía que él también iba a soltar en un llanto provocado en parte por la imagen de una niña encañonada, y en otra parte por la droga que recorría su cuerpo y sus neuronas.

El maleante que ya se ganó el adjetivo de “Hijo de Puta” le gritó a la mamá de la niña “¡La cartera o la chamaca!” Y como buena mamá, sacó su cartera de debajo de su culo y se la entregó al Hijo de Puta.

Pedro y yo estábamos paralizados, no sabíamos qué hacer, no quería yo voltear y que para mi mala suerte me encontrara con los ojos de cualquiera de los otros dos maleantes que venían a bordo del vagón y que nos encañonaran a nosotros.

Los maleantes se juntaron todos justo frente a nuestros asientos, balbucearon no sé qué entre ellos, llegamos a Etiopía, se bajaron hecharon a correr, para espero, nunca más volverlos a ver.

El vagón comenzó a llenarse de murmullos, mentadas de madre, y agradecimientos a dios (sí, con minúscula) porque no se hayan quebrado a la morrita. Todos hablaban de su óptica sobre aquél suceso. Pedro y yo no pillábamos lo que ahí, acababa de pasar.

Para cuando estábamos en Centro Médico y la mayoría de los que presenciaron el atraco se bajaron, Pedro y yo habíamos captado que habíamos sido afortunados, y que, de algún modo, la suerte ayudó en que hubiera guardado mis audífonos justo una estación antes de que sucediera la desgracia.

A ambos hasta la regla se nos bajó del asalto, él propuso que nos bajáramos a fumarnos un cigarro para relajar el nudo que sentíamos en la garganta, nos bajamos en Hidalgo a un parque que hay cerca de ahí. Ya cuando estábamos prendiendo el tabaco, hizo un comentario alusivo al pequeño porro que nos habíamos encontrado en las Islas; así como cuando se chocan los tarros de cerveza y se dice ¡salud!:

¡Zacatlán!

Y ambos hechamos a reír.